Animales lentos

Ignacio Valiente
5 min readFeb 3, 2021

--

Un día tiran abajo el edificio de enfrente. En un parpadeo levantan otro y enseguida se llena de inquilinos. A nuestra edad, el tiempo pasa cada día más rápido.

Mirta descorre un pedacito de cortina. Es tarde. Le digo que venga a acostarse. Ya va, dice. Y se queda ahí, agazapada, observando.

Cuando por fin se mete en la cama, le pregunto qué vio.

Dice que la gente joven perdió la vergüenza. Qué viste, le insisto. Mirta está demasiado indignada para hablar.

Me levanto y miro yo también.

Todo el edificio está apagado, excepto uno de los balcones. Un muchacho hace ejercicio. Sube y baja, colgado de una barra. Levanta pesas. Trabaja los abdominales. Son las dos de la madrugada.

Mirta se levanta varias veces para ir al baño. Es una excusa para volver a espiar por el huequito entre las cortinas. Las nuestras son gruesas. Pesadas, como una vieja tradición.

Será posible, protesta Mirta.

Le gustará que lo miren, digo. Que lo deje en paz a él y que me deje dormir a mí, qué tanto.

Mirta se acuesta. Puedo escucharla parpadeando en la oscuridad. Ahora está mirando la televisión, dice, y se queja de que el resplandor de la pantalla la mantiene despierta.

Amanece y desayunamos. Mirta dice que no pudo pegar un ojo en toda la noche. No es cierto: en algún momento se puso a roncar. Se lo digo, pero ella porfía que no. Da la lata con que el televisor de enfrente no la dejó dormir.

Le digo que hoy mismo mudamos la cama al comedor y la mesa al dormitorio. Estoy dispuesto a hacerlo, en serio. Lo que sea con tal de que pare con el escándalo. Pero Mirta se opone a que yo mueva los muebles.

Estás delirando, me dice. Te vas a arruinar la espalda. Y ni loca salgo corriendo al sanatorio.

Voy a pedirle a los chicos, digo.

Mirta dice que de ninguna manera, que nuestros hijos ya tienen bastantes cosas de qué ocuparse como para cargarlos con algo más.

Aníbal, entonces: él me va a dar una mano, digo. Le tiro unos pesos y chau.

Pero Mirta tampoco quiere saber nada con hacer entrar al portero en casa.

Mientras tanto, nuestro vecino, el atleta, llega todos los días al caer la noche. Se prepara un plato de fruta por toda cena, y después de las doce empieza a entrenar. El resto de los inquilinos apaga las luces a una hora razonable. Pero ninguno usa cortinas ni persianas. A ellos también les gusta mostrarse. Las escenas íntimas del edificio de enfrente se ofrecen, simultáneas, como en una página de historietas.

Los fines de semana, el atleta recibe gente. Arman fiestas. Los vidrios de las ventanas son gruesos. No dejan pasar el ruido. Pero el escándalo alcanza a verse.

Mirta vigila desde su insomnio voluntario. Cuando quiero darme cuenta, ya es de día. El tiempo pasa rápido y nosotros nos movemos como animales lentos. Como tortugas en una pecera. Los de afuera son otra clase de animales. Ágiles y libres. El atleta pertenece a alguna especie de mamífero brutal. De vez en cuando, trae a sus hembras. Para horror de Mirta, siempre una distinta. O dos juntas.

Voy a llamar a la policía, dice Mirta, marcando el teléfono. Por exhibición obscena.

Quién va a darte bolilla, digo. Pero alguien atiende. Un oficial. Mirta le describe la situación. Del otro lado deben estar doblándose de risa. El oficial le promete enviar un móvil y corta.

El móvil, por supuesto, nunca llega. Mirta se queda dormida esperándolo, y a la mañana siguiente niega haber dormido siquiera un minuto.

Ojalá yo pudiera dormir un minuto.

Una tarde me decido y voy a buscarlo a Aníbal. Toco timbre. Aníbal abre la puerta despeinado y en ojotas. Debo haberle interrumpido la siesta. Le comento mi idea de hacer un enroque de habitaciones y le pido que me ayude. Se sobreentiende que voy a pagarle. Déjeme ver, dice Aníbal, y cierra.

Al rato viene. Lo acompaña su hijo: un muchacho joven, simiesco. Mirta pone el grito en el cielo. Qué hacen estos dos acá, dice. Aníbal y su hijo alzan la mesa como si estuviese hecha de cartón. La depositan, provisoriamente, en el recibidor, y van por la cama. Quitan las sábanas y arrastran el colchón hasta el comedor. Va a haber que desarmarla, dice Aníbal, pero me da lástima: es un mueble antiguo.

Voy por mis herramientas. A Mirta le da asco que manoseen nuestras cosas. Masculla y refunfuña, pero ni el portero ni su hijo le llevan el apunte. Se dedican a lo suyo y nada más. Parecen expertos. Separan las piezas de la cama como si fueran bloques de juguete, y las trasladan sin dificultad. Pero cuando toca ensamblarlas de nuevo, Aníbal y su hijo fallan. Cada intento resulta un fracaso. Los dos hombres discuten, se echan culpas, empiezan a perder la paciencia. Mirta también. Yo también.

Es una herencia familiar, dice ella. De mis padres.

No sé si es verdad. No me acuerdo. Le hago señas para que se calle.

Aníbal nos cuenta que, unas semanas atrás, se mudaron unos vecinos nuevos y que trajeron una cama parecida. Ya armada, claro, agrega.

Le da instrucciones a su hijo: que empuje, que sostenga, que apriete. Ambos hacen fuerza. Enrojecen y transpiran. Se quitan las remeras. Exhiben sus músculos peludos. Gruñen. Son tan feroces como inútiles. Aníbal pretende distraernos, otra vez, con la historia de los vecinos. Una pareja joven, dice. Muy cachorros. Deben haber conseguido aquella cama en el Mercado de Pulgas.

Se agita. Ya ni siquiera es capaz de seguir hablando. A su hijo, en cambio, le sobran las energías. Pero no sabe aplicarlas. Permanece quieto e idiota. Finalmente, desisten. Aníbal se disculpa. Dice que conoce a un carpintero restaurador, especialista en muebles antiguos. Sí, cómo no, le digo, pero no me interesa. Le voy a conseguir el número, dice Aníbal. Saco unos billetes para que se vayan cuanto antes. El portero finge rehusarse, pero su hijo pasa por alto las formalidades y agarra la plata de un zarpazo. Se van.

Mirta respira aliviada, pero le dura poco: ahí está la mesa, atravesada en el recibidor.

Puedo arrastrarla, digo.

Ni se te ocurra, dice Mirta. Vas a destrozarte la cintura.

Sin embargo, pruebo. La mesa es antigua, también. No se mueve un milímetro. Siento un tirón en alguna zona imprecisa del cuerpo. Es una puntada eléctrica. Breve, pero dolorosa.

Le digo a Mirta que ya va siendo hora de cenar. Que podemos dejarlo para mañana. O para el fin de semana próximo. Pueden venir a ayudarnos nuestros hijos. O nuestros nietos.

Mirta no responde. Cambia de tema. Vamos a tener que comer en la cocina y dormir en el piso, dice.

En el piso no, la corrijo: en el colchón.

El comedor ahora es, o va a ser, nuestro dormitorio. Y lo que era el dormitorio es una habitación vacía. Y en el edificio de enfrente hay una fiesta.

--

--

Ignacio Valiente

Autor de "Las grandes ligas" (La Crujía, 2023) y "Parientes lejanos" (Bombal, 2023).