El mundo real

Ignacio Valiente
3 min readAug 27, 2020

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Conocí a Lucía justo a tiempo. Ella me rescató. Ella me trajo al mundo real –en parte, al menos.

Íbamos a la misma parroquia. Tocábamos la guitarra en misa y organizábamos colectas solidarias. Ninguno de los dos tenía idea, siquiera, de cómo debíamos mirarnos.

Poco antes de mi viaje de egresados, coincidimos en un campamento de la comunidad. Lucía estudiaba en otro colegio. De monjas. Sólo chicas. Sus padres habían decidido, desde el comienzo de la secundaria, que para ella no iba a haber Bariloche. Me contaba todo esto mientras barríamos el quincho. Estábamos solos: es decir, escondidos al aire libre. Nos escondimos aun más en un cuarto de chapa que servía de depósito de herramientas. Lo que siguió fue como armar un modelo de avión a escala, sin manual de instrucciones. Esta pieza va acá, esta otra allá: todo muy confuso y a tientas. Torpe.

Después de aquello, no cruzamos palabra. No podíamos. No sé por dónde andaría la cabeza de Lucía, pero a mí me trabajaba una forma nueva de culpa, desconocida hasta ese momento. Por primera vez en mi vida, había sido infiel.

Durante el trayecto de regreso, arriba del micro, ensayé mentalmente cómo iba a encarar la situación, qué iba a hacer con la otra. Ningún escenario me convencía. Llegué a casa y me demoré un rato largo en la ducha. Cuando por fin junté coraje para entrar en mi habitación, lo hice con los ojos cerrados. Y con los ojos cerrados desprendí el póster de la pared. Luego lo doblé y lo guardé en un cajón del armario.

Así terminaban seis años de amor.

Nunca me gustaron demasiado los dibujos animados japoneses, pero este había sido una excepción. Tenía todos los elementos típicos del género: aviones que se transformaban en robots, invasores extraterrestres, batallas intergalácticas, efectos especiales, todas esas boludeces. Pero también estaba ella. Y no había nadie igual en ningún otro dibujo animado –japonés o no.

Era una cantante pop de pelo azul, vestuario ochentoso y voz dulce, doblada al castellano neutro (salvo cuando cantaba: entonces pasaba al inglés). A veces usaba un kimono ceñido al cuerpo que me hacía difícil sostener la mirada.

Ella era la reserva moral del ejército y de los sobrevivientes de un planeta Tierra arrasado por los ataques alienígenas. El protagonista de la serie, un piloto de combate novato, estaba enamorado de ella y, aunque no era correspondido, yo sufría igual. Más que sufrimiento, era el terror primitivo, ancestral. El de la competencia entre individuos de la misma especie.

Un amigo de mi hermano mayor, entrenador en un gimnasio, solía decir: «Si tenés auto, la ponés». Mi rival era un pelotudo, pero manejaba tremenda nave (ni auto, ni moto: nave, literal) y yo ni siquiera sabía andar en bicicleta.

Claro que nadie estaba al tanto de todo esto. Mis compañeros de curso me habrían colgado del mástil de la bandera si hubiesen descubierto que me gustaba un personaje de dibujos animados. Tuve que aceptar que sería un secreto. Y aprender a tomarle el gusto como tal.

Pero lo peor era, como siempre, el paso del tiempo. Cada día me acercaba más al estereotipo del fanático de treinta o cuarenta años, coleccionista de figuras de acción y videojuegos, que vive en casa de sus padres y duerme encima de un almohadón estampado con la imagen de su heroína favorita. Como me decía el amigo de mi hermano: «¿Sabés cómo te llaman a vos? Aceite de oliva. Por lo extravirgen».

Bueno, ya no. Ahora era parte del mundo real. Lucía me había traído. Justo a tiempo. Aunque ya no me hablara, y aunque yo no supiera bien qué hacer con mi secreto.

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Ignacio Valiente

Autor de "Las grandes ligas" (La Crujía, 2023) y "Parientes lejanos" (Bombal, 2023).