Los preparativos

Ignacio Valiente
5 min readMar 3, 2021

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Eran las primeras vacaciones juntos. Una prueba de fuego. Una de tantas.

¿Se dice primeras vacaciones o primera vacación?, preguntó ella, y él lo interpretó como indicio de uno de sus miedos más grandes: que pronto se quedaran sin nada de qué hablar.

Todavía faltaban unas ocho horas de micro.

Yo qué sé, respondió, buscando una postura más cómoda. No estaba del todo despierto. El paisaje lo adormecía. Pampa, pampa, pampa. Igual e interminable.

El alplax hacía lo suyo, también.

La mejor parte, había dicho ella, son los preparativos. El viaje arranca en el supermercado, cuando comprás el bronceador, el repelente, todo eso. En la montaña sigue siendo verano. Lo mismo hay sol. Y mosquitos, agregó.

Él, en cambio, se angustiaba. Ya días antes. Deseaba teletransportarse. O que al menos le indujeran un coma y lo llevaran en helicóptero. Recién se consideraba de vacaciones (¿de vacación?) una vez en el hotel, después de la primera ducha.

Sólo que, en esta ocasión, no iba a haber hotel. Ella había querido alquilar una cabaña. En las afueras, en el verde. Lejos del centro. Es más real, dijo.

Cada tanto, desde las profundidades de la siesta, él escuchaba su voz. Le relataba lo que sucedía adentro del micro y afuera, en la ruta.

Están dando Jurassic Park en la tele, doblada, decía ella; el tipo de la otra ventanilla se calzó los auriculares y hace la mímica de estar cantando mientras escucha música, con el puño de micrófono; la nena de más adelante vomitó en el pasillo; se nubló, se despejó; qué embole ser vaca.

Pasando Bahía Blanca, tres mochileros haciendo dedo. Una chica y dos chicos. El micro no se detuvo. Ella preguntó si debía levantarlos.

Depende, contestó él, algo más despabilado. Había dormido bastante. El cielo ya era de otro color. Se apagaba.

Ponele que lloviera, dijo ella.

Calculo que sí, dijo él. Pero creo que a los pasajeros les caería mal.

¿Y a vos qué? ¿Te caería mal, también?

Preferiría que pagaran.

Bueno, dijo ella. Supongamos que no pueden. Que no tienen plata. ¿Qué dirías?

Yo no freno, dijo él.

Pero te pregunto como pasajero, no como chofer.

Él comprendió, quizás demasiado tarde, que estaban internándose en terreno de discusión. Eso era lo peor de sus peleas: que se originaban por cualquier razón, sin un conflicto claro. O incluso, como ahora, a partir de un escenario hipotético.

Okey, dijo. Pararía, dejaría que se subieran y, después, en la terminal, ellos deberían pagar el boleto.

No me gusta mucho que pienses de esa manera, dijo ella. ¿Qué pasaría si fuésemos nosotros los que hicieran dedo?

Ojalá que no, dijo él.

Nunca se sabe, dijo ella.

No había llegado a enojarse, pero su humor ya no era el mismo. Abrió el libro que había comprado especialmente para las vacaciones y se puso a leer.

Cayó la noche. De la ruta no se veía más que la línea blanca del borde. Hacía frío. Compartieron frazada. Empezaron a buscarse por debajo. Para la reconciliación. Estaban sentados bien al fondo. Imposible llamar la atención de nadie. A lo sumo, los interrumpiría algún trasnochado yendo al baño.

Ella intentó treparse a él, de espaldas. Maniobraban con torpeza en la oscuridad. Susurraban técnicas, instrucciones mutuas. Decidieron que convenía más que ella volviera a su asiento y que cada uno se bajara los pantalones por separado.

Los muelles de las butacas chillaban. Se les escaparon un par de rodillazos contra los respaldos de adelante.

Aguantaban la risa.

Y fue divertido, pero no funcionó.

Ella dijo que en los aviones era más fácil. Él se sintió triplemente humillado. Primero, por no haber podido. Segundo, porque algún otro, en su lugar, sí pudo. Y tercero, porque él, hasta entonces, nunca había volado.

Se cuidó de no reaccionar.

A la madrugada, a pocos kilómetros de Neuquén, el micro paró en una estación de servicio. Los pasajeros aprovecharon para estirar las piernas, comer algo y usar un baño en condiciones. Al momento de reanudar el trayecto, el chofer anunció que el motor no quería caminar. Lo dijo con una tranquilidad sospechosa. Como si ya supiera de mucho antes que algo no andaba bien, y la parada en la estación de servicio lo hubiese bendecido con la oportunidad para disimular.

El contingente estaba atravesado por un tímido malhumor. Las quejas circulaban a media voz y de lejos. Ella, que apenas había bajado para lavarse la cara, propuso desayunar en el 24 horas y él estuvo de acuerdo.

Ocuparon una mesa junto a la vidriera que daba a los surtidores. No abrían la boca más que para morder las medialunas o tomar el café, hasta que ella comentó que, en una de esas, iban a terminar haciendo dedo nomás.

Él se rio, aunque no le causaba gracia. Venía pensando exactamente eso, pero no en broma ni con ironía, sino como una posibilidad real.

Mirá, ahí están, dijo ella, de repente.

Eran los mochileros. Entraron al 24 horas e hicieron su pedido en el mostrador. Hablaban a los gritos y se reían fuerte. Parecían celebrar el haber alcanzado a los que se habían negado a recogerlos. En especial a los del micro.

Ella se dio vuelta y les preguntó adónde iban. Se habían sentado detrás suyo.

Queremos cruzar, dijo uno.

Trazó un arco en el aire con el índice para referirse a la cordillera.

El otro muchacho y la chica se rieron, como si se tratara de un chiste privado.

¿Y ustedes?

A San Martín de los Andes, respondió ella. Podríamos intercambiar lugares, agregó.

No es mala, dijeron los mochileros, a coro, y volvieron a reírse.

En serio, insistió ella. El chofer con el que salimos de Capital está durmiendo y el otro no tiene mucho registro de lo que pasa. Nadie se va a dar cuenta si suben al micro.

Él consideró el tamaño de las mochilas que cargaban los tres. El barro seco hasta las rodillas. Su piel enrojecida, insolada.

Charlando, se enteraron de que el verano anterior los mochileros habían llegado hasta Purmamarca. Ese viaje y el actual eran tan sólo un entrenamiento, un preparativo para la Verdadera Gran Aventura: la frontera norte de México.

Hacia el mediodía, la gente se reunió alrededor del micro. Los choferes traían novedades. Auxilio mecánico iba a estar asistiéndolos antes de las cuatro.

A las cinco de la tarde, las novedades eran distintas. Un micro de la línea pasaría por ahí a las siete, siete y media a más tardar, y era cuestión de que los pasajeros hicieran el trasbordo.

Los mochileros siguieron su camino. No querían demorarse.

Para las ocho, sin rastros del auxilio mecánico ni del otro micro, los pasajeros comenzaron a protestar con mayor convicción. Los choferes rogaron mantener la calma.

Ella sacó un abrigo de la mochila y dijo que la idea de cenar en el 24 horas era deprimente. Y que, de todos modos, se le había cerrado el estómago.

Durante todo el día, habían visto desfilar a decenas de turistas que paraban a cargar nafta, comprar una coca y continuar manejando como si nada.

Los odio, dijo.

Prendió un cigarrillo y se alejó para llamar al dueño de la cabaña y avisarle que estaban atrasados.

Él se ubicó en la fila del mostrador y leyó el menú del cartel en la pared, aunque tampoco tenía hambre. Pero qué más podía hacer.

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Ignacio Valiente

Autor de "Las grandes ligas" (La Crujía, 2023) y "Parientes lejanos" (Bombal, 2023).