Samurái

Ignacio Valiente
6 min readDec 28, 2020

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Lo llamaban Samurái. Un apodo remanido, pero que convenía a su carácter y a su sentido del honor. Samurái prestaba protección a Nicanor Linares y su familia. Vivía con ellos. Habían llegado al país en helicóptero, de noche, recibidos por hombres del intendente que parecían jugar a los agentes del FBI, con sus trajes negros y su auto más negro aun. Para antes del mediodía, ya los habían ubicado en una casa de tres pisos en un barrio privado. «Considérelo asilo político», le dijo el intendente a Linares, por celular, desde el campo de golf.

El imperio que Linares había construido carecía de una geografía definida. Lo llevaba a cuestas, consigo, y se extendía a lo largo del continente, a medida que escapaba de un lugar a otro. No le preocupaban los jueces, porque siempre podría comprarlos. Sus verdaderos enemigos permanecían ocultos. Administraban su propio sistema de justicia y eran implacables.

Siguiendo recomendaciones de sus contactos, Nicanor Linares entrevistó a Samurái. Llegó escoltado por un tal Pacheco, mano derecha del intendente, que oficiaba como mediador: Samurái no pronunciaba palabra, a menos que fuese cuestión de vida o muerte. Pacheco le explicó a Linares que Samurái había trabajado en los Servicios durante muchos años. Luego del retiro, se ganaba la vida como custodio privado. «Acá el hombre está más que dispuesto», concluyó Pacheco. Algo escéptico aún, Linares exigió una prueba de lealtad. Le ordenó a Samurái que se tatuara, en el pecho, el árbol genealógico de su dinastía. «Todititos los Linares», dijo. El trabajo correría por cuenta de un artista profesional, ícono del mundo del espectáculo y de las fiestas nocturnas.

Eso fue un viernes. El lunes, Samurái estaba yendo a recoger a la hija de Linares al colegio.

La chica, Tesira, estaba en cuarto año de la secundaria. Desde que aprendiera a caminar, prometía convertirse en un dolor de cabeza para sus padres. Y comenzaba a cumplir. Se rodeaba de amigas que potenciaban su talento para meterse en problemas. De vez en cuando, subía con alguna de ellas a la 4x4 blindada. Le mostraban las piernas a Samurái por el espejo retrovisor y hablaban en voz alta de asuntos que solían incomodar a los adultos. Pero él no se inmutaba.

«Samu», lo bautizaron.

Tesira les contó que Samurái había sido guardaespaldas de Lalu Montero. Y que, de hecho, aparecía en uno de sus videoclips. (En aquel video, Lalu cantaba y revoleaba el culo en una favela, apenas vestida con un top de camuflaje militar, rodeada por un grupo de bailarines con el torso desnudo que soñaban ser como ella –y, en segundo plano, medio escondido, atento, vigilante, Samurái). Sus compañeras de aula le rogaban a Tesira para que les consiguiera un autógrafo. «Dale, decile a Samu», insistían.

Más tarde o más temprano, empezarían las preguntas comprometedoras. «A qué se dedica tu papá» y todo eso. Tesira ya dominaba el arte de Mentir & Distraer, a diferencia de su hermano menor, Macintosh, para quien su madre confeccionaba tarjetas de cartulina con la información que debía Estudiar & Repetir. El pequeño Macintosh siempre terminaba confundiendo el contenido de las tarjetas de un país a otro, y eso le había complicado los planes a la familia en varias ocasiones. Esta vez, Samurái iba a tomarle lección: un movimiento de cabeza de arriba a abajo para las respuestas correctas, un movimiento de izquierda a derecha para las incorrectas. Cuando se enteró de esta disposición, Macintosh volvió a padecer terrores nocturnos y a mojar la cama.

Nicanor Linares, en tanto, dormía cada vez menos. Permanecía en su escritorio desde muy temprano en la mañana hasta muy tarde en la noche, parado frente a la ventana, alerta a lo que ya había ocurrido en escalas previas de la fuga: el jeep que lograba burlar el sistema de defensa, disparaba con ametralladoras y dejaba la casa hecha un queso gruyer. Su esposa le reprochaba el despilfarro en el sueldo de Samurái. «O te regresas a la cama, o lo despides pero ya», le decía. Y Linares, sin moverse un centímetro siquiera para mirarla a la cara, le respondía: «Nos alcanza el dinero para contratar a los hermanos y a los primos de Samurái, y hasta a su abuelita si lo deseas, y todavía puedes quedarte con el vuelto».

Ella, entonces, bajaba a la cocina y se sentaba a llorar junto a la taza de té que dejaba enfriar sin bebérselo. Seguía siendo una mujer vistosa. Una versión no punible de Tesira. Confiaba en el valor de su atractivo como recurso natural. Algún día iba a desquitarse contra su marido, por sus contestaciones, por sus amantes, por arrastrarla a ella y a sus hijos a través de rutas clandestinas mientras oían las balas silbando arriba de sus cabezas. Iba a cobrarle todas aquellas humillaciones con una sola y única, la de acostarse con Samurái.

La estrategia de la señora Linares era de una simpleza elemental. Apostaba a despertar el instinto y doblegar la disciplina del custodio. Vestía prendas ligeras incluso en los primeros días de invierno y empezó a llamarlo, ella también, «Samu». A veces, de madrugada, ambos coincidían en la penumbra de la cocina. Ella se ubicaba en un ángulo tal que se le notaran las lágrimas, y le decía a Samurái, a Samu, que cualquier mujer daría lo que fuese por tener un hombre como él a su lado. Samurái se limitaba a levantar un vaso vacío, en un gesto inequívoco que significaba «Solamente vine a tomar un poco de agua de la canilla», o bien los interrumpía el llanto desconsolado, inconsolable, de Macintosh, que de nuevo se había hecho pis encima.

Camino del colegio, en la 4x4, asomando la cabeza entre los dos asientos de
adelante, Tesira le contaba a Samurái que todas sus amigas «andaban calientes» con él. «Dicen que sos un papi». Macintosh estudiaba las tarjetas con la Versión Oficial de la historia de su familia y lo desconcertaba escuchar a su hermana decir que el hombre que los cuidaba era «un papi», después de tantos años –desde que tenía memoria– de haber creído que aquellos hombres de traje que los llevaban y traían del colegio, que usaban lentes oscuros y portaban armas, no eran más que niñeras.

«¿Es cierto lo que dice la esposa de Pacheco?», le preguntó la señora Linares a Samurái a la salida del supermercado. Él cargaba las bolsas en el baúl, aguardando precisiones. «Que mi señor marido lo obligó a tatuarse nuestro árbol genealógico para dizque probar su lealtad». Samurái se quedó mirándola, en el mismísimo grado cero de la expresividad facial. «Enséñeme», le susurró ella; se había rociado con un perfume denso, aciruelado. Y Samurái obedeció. Era su deber. Ahí, en el segundo subsuelo del estacionamiento, se quitó el saco y la camisa, y exhibió, sin ninguna voluntad de erotismo, el diagrama arborescente que se extendía por sus pectorales, con los nombres de cada miembro de la familia Linares y las uniones entre unos y otros. «Mi marido está cada día más como una cabra», fue todo lo que ella pudo decir.

Una noche, Samurái fue a buscar a Tesira a una fiesta de cumpleaños, en otra casa del country. La chica había tomado mucho. De regreso, pararon a un costado del camino y ella, justo a tiempo, atinó a abrir la puerta para vomitar en una zanja. Cuando no tuvo más nada que largar, Samurái le alcanzó una botellita de agua mineral. Ella la manoteó de mala gana. Pegó un trago y tosió.

«Dice mi novio que sos un marica», le dijo a Samurái. Borracha, mezclaba el español natal con el español local.

Samurái puso otra vez el auto en marcha y continuó conduciendo.

Tesira volvió a la carga: «Dice mi novio que sos un infiltrado. Que estás arreglado con el intendente y que lo vas a entregar a mi papá».

El auto remontó la loma de la entrada, hasta frenar frente al portón de la cochera. «Voy a decirle a mi papá que trataste de tocarme, así te llena de plomo», lo amenazó Tesira. Pero su convicción se desintegraba ante la completa ausencia de reacción por parte de Samurái.

«¿No vas a decir nada, pedazo de imbécil?», lo increpó la chica finalmente, más decepcionada que enfurecida. Como si no pudiera creer que Samurái, a esta altura, no le hubiese vaciado el cargador de la 9 milímetros contra el pecho.

Ni siquiera podía aceptar que hubiese quitado el seguro de las puertas, para que ella saliera del auto y entrara en la casa, y se acostara a dormir.

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Ignacio Valiente

Autor de "Las grandes ligas" (La Crujía, 2023) y "Parientes lejanos" (Bombal, 2023).